/ jueves 17 de septiembre de 2020

Ideas, ideas, ideas e ideas

Hemos conocido las narrativas dominantes en México. Desde la de "la revolución mexicana" hasta las de la alternancia panista que no terminó de configurarse. La del PRI y sus antecesores fue la más larga y contundente. Todo lo que se hacía, estatismo y neoliberalismo, estaba justificado por esa revolución; cambiaba el rumbo económico pero la política era casi inamovible a nombre de la revolución. Ese movimiento social, complejo, obtuvo en los grupos dominantes una explicación plana y romántica. Identificarse con él era suficiente para hacer lo que se quisiera.

Fusionaron al Estado con su partido, rindieron culto al Presidente, coorporativizaron a la sociedad, simularon elecciones, volvieron privados los recursos públicos y reprimieron sanguinariamente a la disidencia. Esa fue la etapa "revolucionaria". Llegó el momento en que la pluralidad del país, la influencia mundial y los anhelos libertarios simplemente ya no cabían en ese sistema cerrado y arcaico. Poco a poco cedió terreno hasta derrumbarse para dar paso a la alternancia panista en dos sexenios en los que cambió poco y a la reciente sacudida obradorista.

La narrativa es clave y, digamos, se abre paso naturalmente. Es el discurso dominante que define actos e intenciones, reforzado por la propaganda. Una vez encaminada la narrativa se genera una lucha por imponerla y vencer las resistencias que provoca. El problema va más allá de la lógica que supone que un gobierno maneje su discurso y éste se vuelva hegemónico; más bien lo importante es que tanto refleja la realidad y como concilia a la verdad. En las palabras vueltas mensaje radica un elemento esencial de los cambios. Si el dicho no pasa a los hechos, queda en retórica. Es regresivo cuando los actos se pierden en la propaganda porque se limita la deliberación pública para volverse una competencia de consignas. Es exigible, a la luz de nuestro pasado y las experiencias internacionales, que haya transparencia discursiva y que los hechos reflejen escrupulosamente lo que se dice y piensa.

Lo mejor es aportar ideas, en cualquier momento y circunstancia. Abordar los debates con tolerancia, datos y evidencias. No fulminar al otro con supuesta superioridad moral o descalificaciones de algún tipo. Sin ideas y argumentos solo quedan las consignas y las ocurrencias. Venimos del abuso seudo ideológico y el pensamiento único, de estilo sovietico; y del culto a la personalidad. Eso más o menos se estaba superando a pesar de las desviaciones de nuestra transición democrática. No tendría sentido volver a algo similar en las condiciones actuales. Obviamente habrá mil justificaciones para las tentaciones restauradoras. Se podrá aducir el reciente pasado corrupto y violento; pedir licencia para hacer y deshacer a nombre de una regeneración de papel. Ojalá se venzan las tentaciones autoritarias y despóticas. Debería inhibirse desde el poder toda manifestación de culto personal y fanatismo. Labrar una estatua en vida llena egos pero distorsiona los cambios necesarios.

Hay varios tipos de fanatismo, me interesa detenerme en el político, en ese apasionamiento que prescinde de la razón y se vuelve ciego. Es duro y lamentable para quienes se instalan en esa condición. Sufren. Ocurre en ellos un fenómeno de tipo integrista: mucho o todo de lo que piensan y hacen con su vida se explica a partir de su simpatía con una causa o un personaje. Eso es peligroso además de ocioso. De fanáticos se nutrió el fascismo y el comunismo realmente existente. En aras de algún tipo de utopía justificaron todo tipo de excesos y atrocidades. Los fanáticos se van a los extremos, brincan la mesura y a la armonía. Hay fanáticos comunes, auténticos, y otros que simulan para manipular y obtener beneficios. Siempre hay que dudar de los más exaltados, casi siempre son de mentiras. Podría haber algunos de verdad, y de esos hay que cuidarse, son peligrosos.

El cambio que concibo como positivo, o verdadero para estar a tono, es el que dice lo que hace, respeta al que dice lo contrario, pone los datos por delante, siempre parte de evidencias y crea un ambiente incluyente. Si hay tolerancia al otro, se conducen con decoro y respetan escrupulosamente la dignidad de las personas, entonces podríamos hablar de cambios.

Recadito: No pido que sean de izquierda sino que, al menos, tengan escrúpulos y decoro.

ufa.1959@gmail.com

Hemos conocido las narrativas dominantes en México. Desde la de "la revolución mexicana" hasta las de la alternancia panista que no terminó de configurarse. La del PRI y sus antecesores fue la más larga y contundente. Todo lo que se hacía, estatismo y neoliberalismo, estaba justificado por esa revolución; cambiaba el rumbo económico pero la política era casi inamovible a nombre de la revolución. Ese movimiento social, complejo, obtuvo en los grupos dominantes una explicación plana y romántica. Identificarse con él era suficiente para hacer lo que se quisiera.

Fusionaron al Estado con su partido, rindieron culto al Presidente, coorporativizaron a la sociedad, simularon elecciones, volvieron privados los recursos públicos y reprimieron sanguinariamente a la disidencia. Esa fue la etapa "revolucionaria". Llegó el momento en que la pluralidad del país, la influencia mundial y los anhelos libertarios simplemente ya no cabían en ese sistema cerrado y arcaico. Poco a poco cedió terreno hasta derrumbarse para dar paso a la alternancia panista en dos sexenios en los que cambió poco y a la reciente sacudida obradorista.

La narrativa es clave y, digamos, se abre paso naturalmente. Es el discurso dominante que define actos e intenciones, reforzado por la propaganda. Una vez encaminada la narrativa se genera una lucha por imponerla y vencer las resistencias que provoca. El problema va más allá de la lógica que supone que un gobierno maneje su discurso y éste se vuelva hegemónico; más bien lo importante es que tanto refleja la realidad y como concilia a la verdad. En las palabras vueltas mensaje radica un elemento esencial de los cambios. Si el dicho no pasa a los hechos, queda en retórica. Es regresivo cuando los actos se pierden en la propaganda porque se limita la deliberación pública para volverse una competencia de consignas. Es exigible, a la luz de nuestro pasado y las experiencias internacionales, que haya transparencia discursiva y que los hechos reflejen escrupulosamente lo que se dice y piensa.

Lo mejor es aportar ideas, en cualquier momento y circunstancia. Abordar los debates con tolerancia, datos y evidencias. No fulminar al otro con supuesta superioridad moral o descalificaciones de algún tipo. Sin ideas y argumentos solo quedan las consignas y las ocurrencias. Venimos del abuso seudo ideológico y el pensamiento único, de estilo sovietico; y del culto a la personalidad. Eso más o menos se estaba superando a pesar de las desviaciones de nuestra transición democrática. No tendría sentido volver a algo similar en las condiciones actuales. Obviamente habrá mil justificaciones para las tentaciones restauradoras. Se podrá aducir el reciente pasado corrupto y violento; pedir licencia para hacer y deshacer a nombre de una regeneración de papel. Ojalá se venzan las tentaciones autoritarias y despóticas. Debería inhibirse desde el poder toda manifestación de culto personal y fanatismo. Labrar una estatua en vida llena egos pero distorsiona los cambios necesarios.

Hay varios tipos de fanatismo, me interesa detenerme en el político, en ese apasionamiento que prescinde de la razón y se vuelve ciego. Es duro y lamentable para quienes se instalan en esa condición. Sufren. Ocurre en ellos un fenómeno de tipo integrista: mucho o todo de lo que piensan y hacen con su vida se explica a partir de su simpatía con una causa o un personaje. Eso es peligroso además de ocioso. De fanáticos se nutrió el fascismo y el comunismo realmente existente. En aras de algún tipo de utopía justificaron todo tipo de excesos y atrocidades. Los fanáticos se van a los extremos, brincan la mesura y a la armonía. Hay fanáticos comunes, auténticos, y otros que simulan para manipular y obtener beneficios. Siempre hay que dudar de los más exaltados, casi siempre son de mentiras. Podría haber algunos de verdad, y de esos hay que cuidarse, son peligrosos.

El cambio que concibo como positivo, o verdadero para estar a tono, es el que dice lo que hace, respeta al que dice lo contrario, pone los datos por delante, siempre parte de evidencias y crea un ambiente incluyente. Si hay tolerancia al otro, se conducen con decoro y respetan escrupulosamente la dignidad de las personas, entonces podríamos hablar de cambios.

Recadito: No pido que sean de izquierda sino que, al menos, tengan escrúpulos y decoro.

ufa.1959@gmail.com