/ domingo 19 de julio de 2020

José María, "Chemita"; el sacerdote de El Barrizal que no renunció a los placeres carnales

Chemita se volvió el hijo predilecto de El Barrizal. Cuando aprendió a rezar el Rosario, no había festividad, procesión o difunto en donde no estuviera Chemita, recorriendo las cuentas de los rosarios, levantando la mirada, en éxtasis de contemplación

Como el San Antoñito de Tomás Carrasquilla, José María fue un niño muy devoto y piadoso. Desde niño no sólo participaba en los rosarios y procesiones del pueblo, también se sentaba en la primera fila de la misa dominical, bien peinadito, con su copete relamido, brillante.

Aprendió a leer entre misales y devocionarios. Antes de que llegara al primer año de primaria, fue ovacionado por el pueblo, que boquiabierto, lo escuchó leer, de corridito y con gran elocuencia, la primera epístola de San Pablo a los Corintios.

“¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios”, leyó, en la versión de la Biblia de Jerusalén que el padre Juan Conrado utilizaba.

“¿Cómo es posible que un niñito de apenas cinco años pueda leer con tanta elocuencia?", decían los vecinos de El Barrizal. Emocionadas, las señoras, abrían sus mantillas para enjugarse las lágrimas y suspirar, extasiadas, porque, como el Damiancito Rada de Carrasquilla, Chemita podría llegar a ser no solo un cura, sino un mitrado y un doctor de la iglesia.

II

Desde ese día, Chemita se volvió el hijo predilecto de El Barrizal. Chemita para acá, Chemita para allá. Cuando aprendió a rezar el Rosario, no había festividad, procesión o difunto en donde no estuviera Chemita, recorriendo las cuentas de los rosarios con olor a rosas, con sus tiernas manos, levantando la mirada, en éxtasis de contemplación.

Ya estudiante del último año de primaria y a punto de irse a la secundaria, Chemita descubrió en su cuerpo el deseo por sus amiguitos del mismo sexo. No sabía bien a bien a qué se debía eso y pensó que quizá era un deseo natural, porque al final, ¿No era él, un varón, amando a Dios y a Jesús, también varones?

Inteligentísimo como era, Chemita escudriñó la biblia de Génesis a Apocalipsis y descubrió las 13 referencias a que hace alusión el libro sagrado sobre el tema.

III

Sin embargo, siguiendo la voz de El cantar de los cantares, Chemita se dedicó a buscar, en su cuerpo, en el cuerpo de sus amiguitos, en el lecho, por las noches, al amor de su alma. “Me levantaré, pues, y recorreré la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré al amor de mi alma”, repetía sin cesar el versículo, convencido absolutamente que su destino natural no era el de compartir la vida con una mujer.

En el seminario primero y como sacerdote después, Chemita descubrió que entre las sotanas, el humo del incienso y las procesiones, bien se podía guardar o esconder este deseo que cada día le aceleraba el pulso, lo trasladaba a un mundo inimaginable, en la antesala del cielo.

Detrás de su piedad, de su rostro compungido, de sus largos ayunos y rezos, en los pliegues de su sotana, estaban bien protegidos esos deseos. En confesiones primero y en sus brazos después, Chemita consoló a muchos jóvenes que buscaban paz, luz, refugio para estos deseos que la sociedad no entendía y solía reprimir.

En las comunidades donde estaba a Chemita lo consideraban un beato, un santo, un hombre de Dios. Lo veían celebrar la santa misa con tanta devoción, con tanta piedad, con tanta elocuencia, que la gente salía con lágrimas y suspiros. Además, estaba tan dedicado a atender a los jóvenes, con quienes lo mismo jugaba básquetbol que salía de paseo o excursiones.

IV

Sin embargo, como nunca falta un soplón o un amor resentido, un día al obispo le llegaron las apasionadas historias de Chemita, desde su paso por el seminario y por las diversas parroquias de la diócesis.

El obispo ordenó una investigación y ¡santos escrutinios!, lo que encontró era casi para un proceso de beatificación. Chemita había tejido una cuidadosa red de protección con todos los amiguitos que había tenido a lo largo de su carrera eclesial y no había nada qué temer.

Además, la gente jamás creería otra cosa, sobre todo porque habían sido testigos de cómo, no en una ni en dos ocasiones, una ambulancia se lo había llevado al hospital, para atenderlo por los prolongados ayunos y sacrificios que realizaba para la expiación de todos los pecados.

“¿Cómo se atreve el obispo a dudar de la santidad de Chemita?”, gritó doña Jobita. “Si sigue con todo esto, le vamos a cortar todos los subsidios que tiene el obispado”, añadió la protectora del santo de El Barrizal.

Ese día todo se detuvo. La santidad de Chemita se mantuvo intacta, con sus deseos bien protegidos y con una cuenta pagada por adelantada en el hospital de la ciudad, para cuando el santo varón de Dios regresara, agotado por los ayunos y sacrificios de su vida divina.

Como el San Antoñito de Tomás Carrasquilla, José María fue un niño muy devoto y piadoso. Desde niño no sólo participaba en los rosarios y procesiones del pueblo, también se sentaba en la primera fila de la misa dominical, bien peinadito, con su copete relamido, brillante.

Aprendió a leer entre misales y devocionarios. Antes de que llegara al primer año de primaria, fue ovacionado por el pueblo, que boquiabierto, lo escuchó leer, de corridito y con gran elocuencia, la primera epístola de San Pablo a los Corintios.

“¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios? ¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el Reino de Dios”, leyó, en la versión de la Biblia de Jerusalén que el padre Juan Conrado utilizaba.

“¿Cómo es posible que un niñito de apenas cinco años pueda leer con tanta elocuencia?", decían los vecinos de El Barrizal. Emocionadas, las señoras, abrían sus mantillas para enjugarse las lágrimas y suspirar, extasiadas, porque, como el Damiancito Rada de Carrasquilla, Chemita podría llegar a ser no solo un cura, sino un mitrado y un doctor de la iglesia.

II

Desde ese día, Chemita se volvió el hijo predilecto de El Barrizal. Chemita para acá, Chemita para allá. Cuando aprendió a rezar el Rosario, no había festividad, procesión o difunto en donde no estuviera Chemita, recorriendo las cuentas de los rosarios con olor a rosas, con sus tiernas manos, levantando la mirada, en éxtasis de contemplación.

Ya estudiante del último año de primaria y a punto de irse a la secundaria, Chemita descubrió en su cuerpo el deseo por sus amiguitos del mismo sexo. No sabía bien a bien a qué se debía eso y pensó que quizá era un deseo natural, porque al final, ¿No era él, un varón, amando a Dios y a Jesús, también varones?

Inteligentísimo como era, Chemita escudriñó la biblia de Génesis a Apocalipsis y descubrió las 13 referencias a que hace alusión el libro sagrado sobre el tema.

III

Sin embargo, siguiendo la voz de El cantar de los cantares, Chemita se dedicó a buscar, en su cuerpo, en el cuerpo de sus amiguitos, en el lecho, por las noches, al amor de su alma. “Me levantaré, pues, y recorreré la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré al amor de mi alma”, repetía sin cesar el versículo, convencido absolutamente que su destino natural no era el de compartir la vida con una mujer.

En el seminario primero y como sacerdote después, Chemita descubrió que entre las sotanas, el humo del incienso y las procesiones, bien se podía guardar o esconder este deseo que cada día le aceleraba el pulso, lo trasladaba a un mundo inimaginable, en la antesala del cielo.

Detrás de su piedad, de su rostro compungido, de sus largos ayunos y rezos, en los pliegues de su sotana, estaban bien protegidos esos deseos. En confesiones primero y en sus brazos después, Chemita consoló a muchos jóvenes que buscaban paz, luz, refugio para estos deseos que la sociedad no entendía y solía reprimir.

En las comunidades donde estaba a Chemita lo consideraban un beato, un santo, un hombre de Dios. Lo veían celebrar la santa misa con tanta devoción, con tanta piedad, con tanta elocuencia, que la gente salía con lágrimas y suspiros. Además, estaba tan dedicado a atender a los jóvenes, con quienes lo mismo jugaba básquetbol que salía de paseo o excursiones.

IV

Sin embargo, como nunca falta un soplón o un amor resentido, un día al obispo le llegaron las apasionadas historias de Chemita, desde su paso por el seminario y por las diversas parroquias de la diócesis.

El obispo ordenó una investigación y ¡santos escrutinios!, lo que encontró era casi para un proceso de beatificación. Chemita había tejido una cuidadosa red de protección con todos los amiguitos que había tenido a lo largo de su carrera eclesial y no había nada qué temer.

Además, la gente jamás creería otra cosa, sobre todo porque habían sido testigos de cómo, no en una ni en dos ocasiones, una ambulancia se lo había llevado al hospital, para atenderlo por los prolongados ayunos y sacrificios que realizaba para la expiación de todos los pecados.

“¿Cómo se atreve el obispo a dudar de la santidad de Chemita?”, gritó doña Jobita. “Si sigue con todo esto, le vamos a cortar todos los subsidios que tiene el obispado”, añadió la protectora del santo de El Barrizal.

Ese día todo se detuvo. La santidad de Chemita se mantuvo intacta, con sus deseos bien protegidos y con una cuenta pagada por adelantada en el hospital de la ciudad, para cuando el santo varón de Dios regresara, agotado por los ayunos y sacrificios de su vida divina.

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