/ domingo 3 de enero de 2021

Narraciones: Don Chema, le cayó caballo y se salvó de milagro

En esta ocasión Miguel Valera nos cuenta sobre Don Chema el hombre de 86 años que fue nombrado custodio de "La Cueva de los muñecos" en Angostillo

A diferencia del viejo Pablo de Tarso, a quien un resplandor lo hizo caer del caballo mientras viajaba a Damasco, a don Chema —José María Hernández Blanco— le cayó un caballo encima y sobrevivió. Cuenta que era muy joven y pudo ver cómo las ancas —o caderas, como dicen los alemanes— con todo y nalgas del animal, se le vinieron encima.

Ahora, con 86 años sobre sus espaldas, recuerda que en esa época se levantó más liviano que Lázaro el resucitado por Jesús y caminó como si fuera un milagro. Todos en el pueblo estaban asombrados. En ese momento no le pasó nada o al menos así lo sentía, aunque el tiempo le fue cobrando facturas poco a poco.

Desde su casa en Angostillo, una población ubicada a 84 kilómetros de Xalapa y a 12.9 de la cabecera municipal de Paso de Ovejas, don Chema ha sido testigo del devenir de este pueblo cercano a la cuenca del río Atliyac, fundado sobre 900 hectáreas.

En su parcela de nueve hectáreas se ubica “La Cueva de los muñecos”, un espacio con pinturas rupestres que quizá fueron elaborados hace unos mil años, con figuras de animales, personas y astros. Don Chema se siente orgulloso, porque fue nombrado custodio de ese lugar por autoridades de la Reforma Agraria. Ahí, me dice, ha visto pasar a cientos de visitantes e investigadores, lo mismo de Xalapa, que de México o de otros países como Colombia, Panamá o Estados Unidos. “Han venido algunas güeritas, de ojos de color, bien chulas”, comenta.

II

Aquejado por la edad, don Chema ha ido perdiendo la vista, pero conoce a “Weyo” —Aurelio Molina Hernández, administrador de la Reserva Natural Xocotitla— por la voz. “Ahora me guío por la voz. A la gente nueva no la reconozco, pero a quienes ya he tratado los conozco por la voz. Además, al perder la vista se me agudizó el oído”, me cuenta.

Desde el fresco corredor de su casa amarilla, brillante, luminosa, don Chema nos cuenta que sobrevivió al pesado cuerpo de un caballo, pero no sabe si pueda sobrevivir al “cambio climático”. Así contesta a pregunta expresa de Aurelio Molina: “Antes había temporales de 15 días. No podíamos ni ir a trabajar. El agua no daba paso en los arroyos. Los ganadores están sufriendo por el agua. Hicieron ollas, jagüeyes, para captar agua de lluvia, pero tampoco llueve. Tienen bastante pasto, pero no tienen agua”.

Testigos de su revelación climática Lore Gasca, Adam y este redactor. Hemos visto, junto a Weyo Molina el amanecer en la Reserva Natural de Xocotitla, hemos sido testigos de la lucha que han emprendido flora y fauna por sobrevivir a la aridez de la tierra. Don Chema nos mira sin mirarnos, nos escucha y quizá piensa en lo que nos depara el futuro.

Antes sentíamos el Norte y el frío. Ahora el viento se va para otro lado. La verdad lo extrañamos. En marzo empezaban las troneras para arriba —señala hacia el rumbo de Acazónica, Comapa, Huatusco—. Pasaba y se aplacaba. Abril y mayo eran tiempos de aguas. Llegaban Nortes fuertes. Las casitas de lámina las dejaba sin nada. Ahora no llega nada de aire. Cambió la cosa, así está la onda”, refiere.

III

Don Chema termina de comerse una torta de jamón, con queso, frijoles y aguacate que llevé desde Xalapa. La saborea. Pide un poco de jugo. Está contento de que lo visitemos. Insiste en las pinturas rupestres de “La Cueva de los muñecos” y de toda la gente que ha conocido. Ahora ya no está en condiciones de caminar los 400 metros de su casa a esa cueva que habitaron hombres y mujeres milenarias.

Escucha a su hija cuando le llama y a su esposa, que descansa en la cocina. Escucha el ir y venir de carros, camiones y caminantes. Algunos lo saludan, otros pasan de largo. Su agudo oído sabe distinguir qué tipo de vehículo es y si se detiene en la tienda de junto o se va de largo.

Pero ese oído quisiera escuchar las troneras de marzo “para allá arriba”, el caer de las gotas de lluvia sobre la tierra seca, sobre el pasto marchito o el “estepicursor”, el matojo rodante que aparecía en las películas del oeste, que hoy se utiliza como meme para los chistes malos.

Luego de dos años de seca, en el 2020, don Chema pudo escuchar un poco la lluvia que cayó hace algunos días, “pero fue rala”, no como en otras épocas. Lo que más extraña es el viento fresco de la tarde, ese viento que ahora toma otro rumbo, quizá la cuenca del río Atliyac, quizá hacia Puente Nacional o Cardel, pero que ya no tiene en Angostillo su ruta de siempre.

El cambio climático es una realidad”, concluye Aurelio mientras nos despedimos de don Chema, para tomar la carretera rumbo a Paso de Ovejas. En el camino, unos mosqueros cardenalitos —Pyrocephalus rubinus, dice Weyo en su nombre científico—, nos hacen pensar que quizá no todo está perdido y que aún podemos hacer algo para salvar nuestro mundo. Las aves revolotean, van de un matojo a otro y se quedan ahí, atrapando insectos. Volaron desde el Norte de Estados Unidos para pasar el invierno en estas tierras áridas, tierras de esperanza.

A diferencia del viejo Pablo de Tarso, a quien un resplandor lo hizo caer del caballo mientras viajaba a Damasco, a don Chema —José María Hernández Blanco— le cayó un caballo encima y sobrevivió. Cuenta que era muy joven y pudo ver cómo las ancas —o caderas, como dicen los alemanes— con todo y nalgas del animal, se le vinieron encima.

Ahora, con 86 años sobre sus espaldas, recuerda que en esa época se levantó más liviano que Lázaro el resucitado por Jesús y caminó como si fuera un milagro. Todos en el pueblo estaban asombrados. En ese momento no le pasó nada o al menos así lo sentía, aunque el tiempo le fue cobrando facturas poco a poco.

Desde su casa en Angostillo, una población ubicada a 84 kilómetros de Xalapa y a 12.9 de la cabecera municipal de Paso de Ovejas, don Chema ha sido testigo del devenir de este pueblo cercano a la cuenca del río Atliyac, fundado sobre 900 hectáreas.

En su parcela de nueve hectáreas se ubica “La Cueva de los muñecos”, un espacio con pinturas rupestres que quizá fueron elaborados hace unos mil años, con figuras de animales, personas y astros. Don Chema se siente orgulloso, porque fue nombrado custodio de ese lugar por autoridades de la Reforma Agraria. Ahí, me dice, ha visto pasar a cientos de visitantes e investigadores, lo mismo de Xalapa, que de México o de otros países como Colombia, Panamá o Estados Unidos. “Han venido algunas güeritas, de ojos de color, bien chulas”, comenta.

II

Aquejado por la edad, don Chema ha ido perdiendo la vista, pero conoce a “Weyo” —Aurelio Molina Hernández, administrador de la Reserva Natural Xocotitla— por la voz. “Ahora me guío por la voz. A la gente nueva no la reconozco, pero a quienes ya he tratado los conozco por la voz. Además, al perder la vista se me agudizó el oído”, me cuenta.

Desde el fresco corredor de su casa amarilla, brillante, luminosa, don Chema nos cuenta que sobrevivió al pesado cuerpo de un caballo, pero no sabe si pueda sobrevivir al “cambio climático”. Así contesta a pregunta expresa de Aurelio Molina: “Antes había temporales de 15 días. No podíamos ni ir a trabajar. El agua no daba paso en los arroyos. Los ganadores están sufriendo por el agua. Hicieron ollas, jagüeyes, para captar agua de lluvia, pero tampoco llueve. Tienen bastante pasto, pero no tienen agua”.

Testigos de su revelación climática Lore Gasca, Adam y este redactor. Hemos visto, junto a Weyo Molina el amanecer en la Reserva Natural de Xocotitla, hemos sido testigos de la lucha que han emprendido flora y fauna por sobrevivir a la aridez de la tierra. Don Chema nos mira sin mirarnos, nos escucha y quizá piensa en lo que nos depara el futuro.

Antes sentíamos el Norte y el frío. Ahora el viento se va para otro lado. La verdad lo extrañamos. En marzo empezaban las troneras para arriba —señala hacia el rumbo de Acazónica, Comapa, Huatusco—. Pasaba y se aplacaba. Abril y mayo eran tiempos de aguas. Llegaban Nortes fuertes. Las casitas de lámina las dejaba sin nada. Ahora no llega nada de aire. Cambió la cosa, así está la onda”, refiere.

III

Don Chema termina de comerse una torta de jamón, con queso, frijoles y aguacate que llevé desde Xalapa. La saborea. Pide un poco de jugo. Está contento de que lo visitemos. Insiste en las pinturas rupestres de “La Cueva de los muñecos” y de toda la gente que ha conocido. Ahora ya no está en condiciones de caminar los 400 metros de su casa a esa cueva que habitaron hombres y mujeres milenarias.

Escucha a su hija cuando le llama y a su esposa, que descansa en la cocina. Escucha el ir y venir de carros, camiones y caminantes. Algunos lo saludan, otros pasan de largo. Su agudo oído sabe distinguir qué tipo de vehículo es y si se detiene en la tienda de junto o se va de largo.

Pero ese oído quisiera escuchar las troneras de marzo “para allá arriba”, el caer de las gotas de lluvia sobre la tierra seca, sobre el pasto marchito o el “estepicursor”, el matojo rodante que aparecía en las películas del oeste, que hoy se utiliza como meme para los chistes malos.

Luego de dos años de seca, en el 2020, don Chema pudo escuchar un poco la lluvia que cayó hace algunos días, “pero fue rala”, no como en otras épocas. Lo que más extraña es el viento fresco de la tarde, ese viento que ahora toma otro rumbo, quizá la cuenca del río Atliyac, quizá hacia Puente Nacional o Cardel, pero que ya no tiene en Angostillo su ruta de siempre.

El cambio climático es una realidad”, concluye Aurelio mientras nos despedimos de don Chema, para tomar la carretera rumbo a Paso de Ovejas. En el camino, unos mosqueros cardenalitos —Pyrocephalus rubinus, dice Weyo en su nombre científico—, nos hacen pensar que quizá no todo está perdido y que aún podemos hacer algo para salvar nuestro mundo. Las aves revolotean, van de un matojo a otro y se quedan ahí, atrapando insectos. Volaron desde el Norte de Estados Unidos para pasar el invierno en estas tierras áridas, tierras de esperanza.

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