El color del amanecer presentaba una brillantez anómala, podría decirse, enfermiza. Se escuchaba un silencio extraño, lleno de una premonición siniestra. A las 3:50 horas de la madrugada, el subsuelo de Orizaba y la región se movía como un dinosaurio gigantesco que salía de su sopor. Minutos después, la zona fabril se hallaba en ruinas: había tenido lugar el más grande desastre que registra su historia.
El terremoto de aquel 28 de agosto de 1973 causó la muerte de por lo menos 300 personas, destruyó iglesias, hospitales, escuelas, viviendas, todo.
La serpiente que cruzó la tierra provocó también que las fábricas pararan y que los obreros de las empresas textiles, papeleras, y cerveceras abandonaran sus fuentes de empleo para salir en busca de sus familias.
“Recuerdo con angustia y desesperación que antes de iniciarse el sismo, una luz roja inundó el firmamento, acompañada de ruidos extraños que anunciaban muerte y destrucción del Valle de Orizaba”, relató Francisco González, quien vivió tan terrible experiencia a los 12 años.
Su padre, quien todavía vivía, durante el temblor lo llevó al marco de la puerta para protegerlo, mientras su madre hizo lo mismo y metió a sus dos hermanos debajo de una mesa de hierro que el abuelo les había regalado el día de su boda.
Las luces se apagaron y fueron segundos y minutos en que la muerte acechó a los hogares orizabeños porque en el edificio de la Packar, de Oriente 6, cuando los inquilinos de los departamentos salían al balcón a observar la destrucción parcial de la ciudad, la construcción se vino abajo y fallecieron varias personas.
Los diarios de ese entonces informaron en aquellos años habían muerto cerca de 300 personas y había desparecidos, pero en esos momentos lo más importantes era prestar ayuda a las familias damnificadas, aquellas que entre escombros buscaban a sus hijos, esposa y familiares que quedaron atrapados en las construcciones que se desplomaron, como si hubieran sido construidas con galletas.
Las estaciones de radio dejaron de emitir la señal y solo se escuchaba el ulular de las ambulancias, patrullas de la policía y vehículos del Ejército que habían llegado a ayudar a quienes había perdido su patrimonio. Hay historias de héroes anónimos que arriesgaron la vida para salvar la de otros.
47 años después de ese fatídico 28 de agosto, Orizaba es una ciudad totalmente diferente, próspera y fuerte. Su gente resurgió de entre las cenizas y levantó otra gran ciudad que hoy disfruta y que más valora cuando se sufre una desgracia como la de aquel 28 de agosto de 1973.