El buen gobierno existe cuando contiene aquellos principios y valores que sustentan una gestión pública efectiva, eficiente, justa y transparente, que son esenciales y básicos para lograr el bienestar común y el desarrollo sostenible de una sociedad. La buena gobernanza no es una utopía irrealizable, ni pertenece a la concepción clasificada como “pensamiento ingenuo” porque el ser humano es capaz de esto y de mucho más.
Las instituciones de un buen gobierno buscan garantizar una serie de derechos humanos como el derecho a la vida, la salud, vivienda digna, alimentación suficiente, educación de calidad, justicia imparcial, seguridad jurídica y seguridad social. La buena gobernanza se evalúa en función de su capacidad para cubrir estos derechos humanos en sus diversas dimensiones: civiles, culturales, económicos, políticos y sociales.
México ha sufrido políticas de demagogia y de una doble realidad o una doble moralidad. Sin embargo, hoy que se ha polarizado como nunca la sociedad mexicana, se nos presentan tres supuestas realidades: la del grupo en el poder, la del bloque de la oposición y la del pueblo, principalmente de la clase media, que quizá tenga el pulso de una realidad más próxima a lo que estamos viviendo.
La buena gobernanza es imprescindible para asegurar que las instituciones gubernamentales cumplan con su responsabilidad de garantizar ese bienestar común que es el fin primordial de cualquier gobierno. La gobernanza se refiere al proceso mediante el cual las instituciones públicas dirigen los asuntos de la nación, gestionan los recursos y garantizan los derechos fundamentales mencionados.
Un gobierno que cumple lo enunciado en el artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos estaría contemplando todo lo mencionado en estos renglones, más la protección social que cubre circunstancias ajenas a uno mismo, como la invalidez, la viudez, la orfandad, el desempleo y la vejez.
Para lograr esto todavía ajeno a la realidad mexicana, es preciso que las autoridades provean los mecanismos necesarios para afinar la marcha de las instituciones públicas, eviten los desvíos de recursos, exista una participación más informada de la ciudadanía, haya transparencia en los manejos públicos y una gran responsabilidad de los gobiernos y funcionarios.
En la tercera realidad del México actual, lo dicho en el párrafo anterior suena a utopía irrealizable, al estilo de los cínicos y no de Tomás Moro. Al estilo de los escépticos y los decepcionados, que llevan en sus conciencias un mundo de engaños, mentiras y acciones fraudulentas. De un pueblo que se resiste a creer porque ha visto la tentación llegar a quienes ascienden los peldaños del poder y que guardan muy adentro el México donde todo se puede, sin importar la ley.
Al México que se le corrompió y sojuzgó desde la Colonia, que no se sobrepuso cuando por fin fue libre y soberano, que no supo encontrar una visión clara de su futuro y no intentó siquiera las medidas que levantaran la conciencia nacional para limpiar las falacias de la deshonestidad personal y social. Que sobrevivió al México tramposo y de doble moral, siéndole más fácil incorporarse a ese ambiente que luchar contra él.
Hoy es parte de la realidad tabú que nunca se menciona y mucho menos se piensa en combatir. Es la médula de la impunidad y la sumisión, de la subordinación y de una morbosa promesa que podría llegar a cristalizar el día menos esperado en algún asunto, algún trámite, alguna ventaja o tal vez en algún resquicio a la riqueza mal habida. Ir contra esta forma de pensar no rinde beneficios y por eso no aparece una nueva forma de concebir el poder político en la prospectiva para edificar una futura sociedad.
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