/ domingo 26 de diciembre de 2021

Relato: Necesitamos de la Navidad para poner los pies sobre la tierra

Miguel Valera nos comparte la historia de Julián y su nostalgia en víspera de la Navidad en Relatos Dominicales

Esa tarde, en víspera de la Navidad, Julián sacó de su vieja biblioteca un ejemplar del diario madrileño El País, del 16 de octubre de 2010. Ese año había viajado con un grupo de reporteros a la capital española y en la madrugada, al salir de Casa Lucio en la calle de la Cava Baja No 35, se encontró a los primeros vendedores del cotidiano madrileño y lo compró. Lo leyó en su vuelo Madrid-México y lo conservaba como una reliquia.

Ese día, sumido en la nostalgia, releyó el texto “La actualidad de Schopenhauer” de Rüdiger Safranski, mientras en la calle se escuchaban los cohetes, el barullo de la gente, el ir y venir de compradores y vendedores, ansiosos por acabarse el aguinaldo de un año de trabajo.

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“Para Schopenhauer el hombre pertenece realmente al reino animal, y por eso le encantan las frecuentes comparaciones con los animales. Por ejemplo, esclarece el instinto social del hombre con el caso de los puercoespines, que en los días fríos de invierno se apiñan entre sí para calentarse, pero como se clavan unos a otros las espinas, tienen que volver a separarse, arrojados de aquí para allá entre dos males. Lo mismo sucede con el hombre, que busca la sociedad, pero que es atormentado por ella. Por eso Schopenhauer aconseja mantenerse a una distancia media. Desde su punto de vista es sobre todo la maldad lo que distingue al hombre del animal”.

II

En la navidad y fin de año, pensó, la gente se desborda de alegría; las redes sociales se saturan, los WhatsApps no alcanzan. Ebrios de felicidad, los seres humanos gozan, de una ficción que se acaba con la explosión de azúcar, alcohol y comida. Al otro día, crudos, con la resaca del festejo, se regresa a la triste realidad con las puyas de la vida cotidiana, de los odios, rencores y egoísmos.

Necesitamos de la Navidad, pensó Julián, para poner los pies sobre la tierra, para creer que Dios es un ser cotidiano, ordinario, que nació de mujer, que sintió como nosotros, que padeció hambre y frío, que sonrió, que se emocionó con un atardecer y que también sintió coraje y furia, como cuando corrió a los mercaderes del templo de Jerusalén.

Esa tarde, mientras preparaba la ensalada de frutas y el ponche, para recibir a sus hijos, recordó también una lectura de Fulton J. Sheen. Si algo caracteriza a los niños –y así lo recuerdo en mí y lo veo en mis hijos, se dijo- es la repetición de ciertas cosas que nos gustan mucho, como el que nos lancen hacia arriba, nos tiren en los sillones o como sucedió con sus hijos pequeños. -Papá, otra vez, otra vez, le repetía, cuando la lanzaba en el columpio.

III

Algunas veces son situaciones triviales o hilarantes, como la monótona repetición de lanzar una pelota una y otra vez, pero en los niños persiste el deseo de la repetición constante, del “otra vez, otra vez”, de eso que genera felicidad y que por lo mismo se desea que no termine nunca, que el presente se eternice.

Muchas veces, cuando van a algún sitio que les gusta, sus hijos le dicen: papá, ¿cuándo podemos regresar? –Pronto, pronto, les contesta. Aunque la mayoría de las veces repiten ese viaje o esa experiencia a los niños no les cansa el presente, quizá porque no tienen conciencia de su corto pasado y quizá también porque no piensan en el futuro. Es la niñez, el estado donde el presente se disfruta con más plenitud.

Por eso en Navidad a Julián le gusta pensar en el “otra vez, otra vez”, de los niños. Así, cada vez que lee El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, le emociona mucho ver al niño de cabellera dorada, disfrutando de los atardeceres. Uno y otro día ve el ocaso y nunca se cansa y reconoce que es la experiencia que más disfruta.

Tampoco se imagina a Dios, ese señor dueño del tiempo, eterno, aburrido, por ver un amanecer y una puesta de sol; por ver nacer las flores en primavera o caer las hojas en verano o el frío del invierno y así cada año en ciclos permanentes e interminables. La repetición es un fenómeno de la naturaleza y ahí los seres humanos tejemos nuestra historia, siguió pensando Julián mientras preparaba la pasta de tornillo que tanto le gusta.

Foto: Miguel Castillo | El Sol de Orizaba

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IV

En la repetición existimos, en la repetición somos y por eso los niños son los más conscientes de esta existencia en presente, porque no se complican con el pasado ni con el futuro, se concentran en el hoy, en lo cotidiano, en lo que para nosotros los adultos podría ser aparentemente “monótono”, “repetitivo”, “cotidiano”, “lugar común”, “tedioso”, reflexionó.

Para ellos, el presente, lo que los hace felices, es eterno, con el “otra vez, otra vez”, que sale de su voz emocionada. La eternidad, decía el viejo Boecio, “es la posesión total, simultánea y completa de una vida interminable”. Ojalá no deje de emocionarnos el “otra vez, otra vez” de nuestra niñez, porque ahí está lo eterno, se decía a sí mismo, mientras echaba los dulces que había comprado en la tienda de don Marcelino, para las piñatas que romperían, esa Nochebuena del 2021, el año de la Gran Pandemia.

Esa tarde, en víspera de la Navidad, Julián sacó de su vieja biblioteca un ejemplar del diario madrileño El País, del 16 de octubre de 2010. Ese año había viajado con un grupo de reporteros a la capital española y en la madrugada, al salir de Casa Lucio en la calle de la Cava Baja No 35, se encontró a los primeros vendedores del cotidiano madrileño y lo compró. Lo leyó en su vuelo Madrid-México y lo conservaba como una reliquia.

Ese día, sumido en la nostalgia, releyó el texto “La actualidad de Schopenhauer” de Rüdiger Safranski, mientras en la calle se escuchaban los cohetes, el barullo de la gente, el ir y venir de compradores y vendedores, ansiosos por acabarse el aguinaldo de un año de trabajo.

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“Para Schopenhauer el hombre pertenece realmente al reino animal, y por eso le encantan las frecuentes comparaciones con los animales. Por ejemplo, esclarece el instinto social del hombre con el caso de los puercoespines, que en los días fríos de invierno se apiñan entre sí para calentarse, pero como se clavan unos a otros las espinas, tienen que volver a separarse, arrojados de aquí para allá entre dos males. Lo mismo sucede con el hombre, que busca la sociedad, pero que es atormentado por ella. Por eso Schopenhauer aconseja mantenerse a una distancia media. Desde su punto de vista es sobre todo la maldad lo que distingue al hombre del animal”.

II

En la navidad y fin de año, pensó, la gente se desborda de alegría; las redes sociales se saturan, los WhatsApps no alcanzan. Ebrios de felicidad, los seres humanos gozan, de una ficción que se acaba con la explosión de azúcar, alcohol y comida. Al otro día, crudos, con la resaca del festejo, se regresa a la triste realidad con las puyas de la vida cotidiana, de los odios, rencores y egoísmos.

Necesitamos de la Navidad, pensó Julián, para poner los pies sobre la tierra, para creer que Dios es un ser cotidiano, ordinario, que nació de mujer, que sintió como nosotros, que padeció hambre y frío, que sonrió, que se emocionó con un atardecer y que también sintió coraje y furia, como cuando corrió a los mercaderes del templo de Jerusalén.

Esa tarde, mientras preparaba la ensalada de frutas y el ponche, para recibir a sus hijos, recordó también una lectura de Fulton J. Sheen. Si algo caracteriza a los niños –y así lo recuerdo en mí y lo veo en mis hijos, se dijo- es la repetición de ciertas cosas que nos gustan mucho, como el que nos lancen hacia arriba, nos tiren en los sillones o como sucedió con sus hijos pequeños. -Papá, otra vez, otra vez, le repetía, cuando la lanzaba en el columpio.

III

Algunas veces son situaciones triviales o hilarantes, como la monótona repetición de lanzar una pelota una y otra vez, pero en los niños persiste el deseo de la repetición constante, del “otra vez, otra vez”, de eso que genera felicidad y que por lo mismo se desea que no termine nunca, que el presente se eternice.

Muchas veces, cuando van a algún sitio que les gusta, sus hijos le dicen: papá, ¿cuándo podemos regresar? –Pronto, pronto, les contesta. Aunque la mayoría de las veces repiten ese viaje o esa experiencia a los niños no les cansa el presente, quizá porque no tienen conciencia de su corto pasado y quizá también porque no piensan en el futuro. Es la niñez, el estado donde el presente se disfruta con más plenitud.

Por eso en Navidad a Julián le gusta pensar en el “otra vez, otra vez”, de los niños. Así, cada vez que lee El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, le emociona mucho ver al niño de cabellera dorada, disfrutando de los atardeceres. Uno y otro día ve el ocaso y nunca se cansa y reconoce que es la experiencia que más disfruta.

Tampoco se imagina a Dios, ese señor dueño del tiempo, eterno, aburrido, por ver un amanecer y una puesta de sol; por ver nacer las flores en primavera o caer las hojas en verano o el frío del invierno y así cada año en ciclos permanentes e interminables. La repetición es un fenómeno de la naturaleza y ahí los seres humanos tejemos nuestra historia, siguió pensando Julián mientras preparaba la pasta de tornillo que tanto le gusta.

Foto: Miguel Castillo | El Sol de Orizaba

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IV

En la repetición existimos, en la repetición somos y por eso los niños son los más conscientes de esta existencia en presente, porque no se complican con el pasado ni con el futuro, se concentran en el hoy, en lo cotidiano, en lo que para nosotros los adultos podría ser aparentemente “monótono”, “repetitivo”, “cotidiano”, “lugar común”, “tedioso”, reflexionó.

Para ellos, el presente, lo que los hace felices, es eterno, con el “otra vez, otra vez”, que sale de su voz emocionada. La eternidad, decía el viejo Boecio, “es la posesión total, simultánea y completa de una vida interminable”. Ojalá no deje de emocionarnos el “otra vez, otra vez” de nuestra niñez, porque ahí está lo eterno, se decía a sí mismo, mientras echaba los dulces que había comprado en la tienda de don Marcelino, para las piñatas que romperían, esa Nochebuena del 2021, el año de la Gran Pandemia.

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