/ domingo 10 de diciembre de 2023

Que se dobleguen a la arrogancia y la envida en esta Navidad

La vida no es un simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia, está en todo y al mismo tiempo, por encima de todo, en el cielo. No está vacío. Esto hace que busquemos con más ahínco la razón de la Navidad para así poder alcanzar la vida que todos anhelamos y saber que existe aquel que me acompaña y va conmigo para atravesar el camino.

Precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta figura de lo que vendrá genera certeza y ya no se puede poner en duda la llegada del Salvador. Necesitamos saber y esperar, soportando pacientemente las vicisitudes de la vida para poder alcanzar la promesa. No obstante, es el momento de preguntarse qué significa para mí la Navidad, ¿son las fiestas de fin de año? o ¿es ya solo información que mientras tanto hemos dejado arrinconada? En efecto, la vida del hombre atrofiada y deslumbrada por tantos colores y luces en esta época comienza a desvirtuarse de lo esencial; es indispensable darle un giro, de modo que en la Navidad se festeje al festejado, al niño Jesús.

La Navidad nos da la posibilidad de tener la certeza y prepararnos para vivir ese día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que, por su naturaleza, es imperfecto, Al mismo tiempo, el amor del señor es para nosotros la garantía de que existe aquello que solo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser, la vida que es realmente vida.

En realidad, la Navidad no es una mera reflexión, ni siquiera un mandamiento destinado a sensibilizar la consciencia y causar cambios significativos en la sociedad, menos aún una promesa ilusoria; es una realidad concreta y una persona, porque consiste en el nacimiento de la persona misma de Jesús, quien quiere que lo recibas en tu corazón.

Por tanto, ¡que se doblegue la arrogancia y la envidia de los hombres!; ese “deseo excesivo por uno mismo que rechaza la sujeción a Dios”. Dos enemigos del hombre, la arrogancia y la envidia, escollos a saber con respectos de estos males, nadie ha pasado inadvertido entre ellos ni se puede considerar inmune. El que tiene un amor desordenado hacia su propia persona por encima de otros es un orgulloso, con frecuencia desea para él lo que no le es adecuado; un apetito inmoderado de la propia excelencia es decir “te crees mucho más de lo que eres” y en ocasiones rebajar la dignidad de las personas. Por lo contrario, el humilde no se preocupa de la propia excelencia, mientras el arrogante ciega el corazón, por ello hay que pedir ser librado de él antes de la Navidad, su cura es la humildad. Por otro lado, en lo que se refiere a la hermana del orgullo, la envidia, es tan solo tristeza del daño que sufre la propia gloria por el exceso de los bienes del otro que tiene gloria y honor; es ese celo que entristece el alma por el bien del otro.

Por consiguiente, ¡que se doblegue la arrogancia y la envidia en esta preparación para celebrar dignamente la Navidad!

La vida no es un simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia, está en todo y al mismo tiempo, por encima de todo, en el cielo. No está vacío. Esto hace que busquemos con más ahínco la razón de la Navidad para así poder alcanzar la vida que todos anhelamos y saber que existe aquel que me acompaña y va conmigo para atravesar el camino.

Precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta figura de lo que vendrá genera certeza y ya no se puede poner en duda la llegada del Salvador. Necesitamos saber y esperar, soportando pacientemente las vicisitudes de la vida para poder alcanzar la promesa. No obstante, es el momento de preguntarse qué significa para mí la Navidad, ¿son las fiestas de fin de año? o ¿es ya solo información que mientras tanto hemos dejado arrinconada? En efecto, la vida del hombre atrofiada y deslumbrada por tantos colores y luces en esta época comienza a desvirtuarse de lo esencial; es indispensable darle un giro, de modo que en la Navidad se festeje al festejado, al niño Jesús.

La Navidad nos da la posibilidad de tener la certeza y prepararnos para vivir ese día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que, por su naturaleza, es imperfecto, Al mismo tiempo, el amor del señor es para nosotros la garantía de que existe aquello que solo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser, la vida que es realmente vida.

En realidad, la Navidad no es una mera reflexión, ni siquiera un mandamiento destinado a sensibilizar la consciencia y causar cambios significativos en la sociedad, menos aún una promesa ilusoria; es una realidad concreta y una persona, porque consiste en el nacimiento de la persona misma de Jesús, quien quiere que lo recibas en tu corazón.

Por tanto, ¡que se doblegue la arrogancia y la envidia de los hombres!; ese “deseo excesivo por uno mismo que rechaza la sujeción a Dios”. Dos enemigos del hombre, la arrogancia y la envidia, escollos a saber con respectos de estos males, nadie ha pasado inadvertido entre ellos ni se puede considerar inmune. El que tiene un amor desordenado hacia su propia persona por encima de otros es un orgulloso, con frecuencia desea para él lo que no le es adecuado; un apetito inmoderado de la propia excelencia es decir “te crees mucho más de lo que eres” y en ocasiones rebajar la dignidad de las personas. Por lo contrario, el humilde no se preocupa de la propia excelencia, mientras el arrogante ciega el corazón, por ello hay que pedir ser librado de él antes de la Navidad, su cura es la humildad. Por otro lado, en lo que se refiere a la hermana del orgullo, la envidia, es tan solo tristeza del daño que sufre la propia gloria por el exceso de los bienes del otro que tiene gloria y honor; es ese celo que entristece el alma por el bien del otro.

Por consiguiente, ¡que se doblegue la arrogancia y la envidia en esta preparación para celebrar dignamente la Navidad!